12 julio 2008

BREVE HISTORIA DE LA MUSICA METAL: ULTIMA PARTE


BREVE HISTORIA DE LA MÚSICA METAL - SEGUNDA PARTE
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13 de Julio de 2008.
En la primera parte de “BREVE HISTORIA DE LA MÚSICA METAL” nos habíamos quedado en un punto cuanto menos interesante, por ser en mi opinión un punto de transición en la historia de dicho género. Me refiero al momento en que el death metal dio el salto a la vanguardia del metal. En principio, podría pensarse que este hecho cundió en mayor medida en Estados Unidos, y puede que así fuere en lo tocante a los índices de ventas, pero no obstante en Europa comenzaba a gestarse un embrión de gigante… De un modo relativamente independiente, la llama del death prendió con fuerza en el viejo continente, en especial en Inglaterra y en los países escandinavos, que vieron nacer a todo un elenco de primeras bandas de death metal como Unleashed, Entombed, Dismember, Grave, At the gates, Hypocrisy… todas ellas insignes de una forma particular de entender el death y que posee sus características especiales respecto a los death-metaleros de Norteamérica. No en vano se ha hablado siempre del sonido “frío” y eminentemente “oscuro” de estas bandas, y es posible que dicha dicotomía respecto a las bandas norteamericanas represente por sí mismo un fenómeno de carácter no sólo musical, sino también social y cultural. De nuevo hay que agradecer la labor de aquellos sellos discográficos que fueron pioneros en la conquista del death sobre Europa: Earache, Peaceville, Nuclear Blast...
También por esos tiempos se ensayaban algunas tentativas de sub-géneros, mucho menos populares que el metal ortodoxo como pueden serlo el Heavy y el thrash. Nos referimos a los géneros denominados doom, grind-core, noise y metal industrial. De entrada, éstos me parecen géneros notablemente menos comerciales que sus antecesores y que, para bien o para mal, pasan por carecer de un gran protagonismo en la historia del metal. No obstante, el doom sí llegó a perfilar una rama del metal que ya sea de un modo tangencial impregnaría el sonido de numerosas bandas “populares”, y aún hoy aparecen de vez en cuando grupos excelentes que practican dicho género meditabundo y macilento, cuyo auténtico origen, según algunos, son los míticos Black Sabbath y su famoso tema homónimo; aunque también podría señalarse a los californianos Saint Vitus que ya daban guerra a finales de los 70 con su stoner metal. Más recientemente, Obituary y Rotting Christ ensayaron lo que comúnmente se conoce como doom-death, así como My Dying Bride, Benediction, los primeros Therion, Morgoth o los desconocidos Winter. Al mismo tiempo, surgiría una rama del doom que anticipaba algunos rasgos del gothic, en formaciones como Paradise Lost, Anathema, Tiamat, etc.
En este ambiente de fatalismo apocalíptico y metal “oscuro” como el que practicaban Samael y Rotting Christ, diéronse las condiciones climatológicas para el nacimiento de la facción más inquietante del metal: el black metal.
Los puristas del black metal apuntan a los grupos Bathory, Mayhem, Darkthrone y Burzum como los iniciadores del género, todos ellos oriundos de Noruega o Suecia, y que en parte venían practicando su particular visión del metal desde los 80. Asimismo, debemos a la ingente actividad del sello francés conducido por Hervé Herbaut, Osmose Productions, la fabulosa proliferación de este sonido particularmente oscuro que caracteriza a muchas de las primeras bandas de metal extremo escandinavas como Immortal, Enslaved, Dark Tranquility, Marduk, etc. Así como 1983 fue un hito en la historia del thrash metal, al black metal le ocurrió otro tanto cuando, entre 1993 y 1994, salieron a la luz algunas obras que, si bien no son las pioneras de dicho género en un sentido estricto, a mi modo de ver contribuyeron a hacer del black metal un estilo maduro y con grandes posibilidades. Me refiero a Pure holocaust (1993) de Immortal; Skydancer (1993) de Dark Tranquility --obra que abriría las vías del black metal melódico--; In the nightside eclipse (1994) de Emperor; y The Shadowthrone (1994) de Satyricon –con la que el señor Satyr y sus compinches inauguraban el llamado metal medieval.
El metal medieval devendría en un extraño fenómeno que aquí llamaremos metal épico escandinavo (no confundir con el epic metal, que veremos más adelante en este artículo). Combinando elementos del folclore vikingo o pastoril con poderosas guitarras eléctricas y cadencias generalmente uniformes, este género dio lugar a una marcada influencia que, como sucedía con el doom, algunos grupos o autores desarrollaron abiertamente (Storm, Otyg…) y otros de manera más tangencial (Einherher, Vintersörg…). En cualquier caso, el estilo épico ha estado siempre relacionado con el metal, y su estela va desde las ramas del Heavy power o clásico como Rhapsody y Grave Digger, hasta el doom de tinte romántico como es el caso de Yearning o Empyrium.
Un rasgo habitual entre las bandas de black metal es la estética gótica o satánica, hecho harto infrecuente en el entorno musical del siglo XX, con las excepciones de Pentagram, Saint Vitus... En verdad éste es un rasgo que carece de importancia en un estudio estrictamente musical, pero ya es obvio que no pretendo hacer un estudio “estrictamente musical”, ya sea porque el estilo de mi análisis es de tendencia especulativa, o porque tiendo a relacionar y extraer conclusiones desde puntos de vista poco habituales que no suelen considerarse en la crítica convencional. Aparte de la consabida atracción que al parecer sienten los grupos de metal por la estética siniestra o macabra (todo un tópico que no impresiona a nadie, si me lo permiten), lo cierto es que esta actitud encierra en verdad una interesante pulsión, una forma de contracultura inconformista y cáustica donde las haya. En mi opinión, el tenebrismo en la historia del arte encierra una verdad (aunque no por ello evidente), y es su manifiesta inconformidad ante una serie de principios racionales que pretenden dar unidad y fiabilidad a un mundo esencialmente contradictorio y engañoso. De este modo en ocasiones estrambótico, ciertas pulsiones del alma humana son puestas en liza sin tapujos frente a las absurdas panaceas del humanitarismo en un mundo que se rige por la hostilidad y el enfrentamiento con nuestros semejantes.
Dicho esto, retomemos nuestro estudio musical. Como es lógico, la década de los 90 dejó importantes eventos para el metal. Uno de los rasgos que llaman la atención en su evolución a lo largo de estos años es su creciente hermetismo respecto a otros géneros musicales, así como su anexión a concepciones musicales en absoluto contemporáneas tales como el clasicismo (la técnica de guitarra Heavy, sin ir más lejos, es una técnica de “guitarra clásica”); el resurgimiento de coros orquestales e instrumentos de cámara; incluso la composición típica del metal se basa en estructuras claras y racionales, a diferencia de la música contemporánea que trastoca las ideas de estructura, armonía, etc (los modos utilizados por Yngwie Malmsteen, Luca Turilli o Kai Hansen beben directamente de las armonías y modos establecidos durante el clasicismo y el barroco, como Mozart y Bach, en oposición a los cánones modernos de Stravinski, Schönberg, la música dodecafónica, etc). En este sentido, el Heavy metal es un estilo profundamente integrado.
Uno de los mayores deudores de este regresivo hecho musical es el power metal. Así como los países escandinavos fueron determinantes en el ascenso del black metal y el death metal europeo, por su parte el Heavy metal sufrió un renacer parecido, concretamente en Alemania. Lo cierto es que la tradición Heavy ya venía de largo en Alemania, con grupos estandartes como Accept, Running Wild y Helloween, pero hacia finales de los 90 el país de los teutones se consolidó como una auténtica cantera en este estilo. Afloraron en esa época una larga serie de bandas que van desde el Heavy metal ortodoxo a las excitantes relecturas del thrash (género este que también se les da muy bien por esas latitudes), saturando nuestras estanterías de cedés y haciendo las delicias de los nostálgicos del género. En el Wikipedia se lee que el tema de Rainbow “Stargazer” es el precursor del power metal, pero yo añadiría la ópera-rock de Queen y Songs from the Wood de Jethro Tull… Tras su eclosión en Alemania, el power metal echaría rápidamente raíces por todo el mundo. Gamma Ray, Stratovarius, Rhapsody, Edguy, Sonata Arctica… son algunos de sus exponentes más conocidos. Así como Blind Guardian, Hammerfall, Kamelot, Nightwish o los españoles Avalanch representan lo que se ha dado en llamar epic metal. Asimismo, el creciente acercamiento del Heavy hacia paisajes de música clásica, como en el caso de los suecos Therion que en 1996 dieron el gran golpe con su aclamado Theli, ha devenido en una fecunda fusión metal-sinfónica.
No obstante, debido en parte a las extenuantes relecturas de los géneros clásicos, en parte a la natural evolución de la música como arte progresivo, en los 90 también surgieron cantidad de formaciones con un discurso personal y genuino, e incluso las bandas herederas del metal extremo se volcaron en un cierto preciosismo musical que ha supuesto un auténtico ejercicio de experiencia estética. Trabajos como Passage y Exodus de Samael; Emperor y su apoteósica concepción del metal sinfónico; la sorprendente creatividad de Arcturus o la elegancia y el lujo de Opeth… son muestra de lo que decimos, y ejemplos de que el metal también puede ser una música seria y hasta cierto punto intelectual. Desgraciadamente, entre la abundancia de experimentos estéticos de este tipo aún existe mucha pompa y efectismo carente de fondo. En concreto, puede hallarse mucho discurso ligero entre las huestes del llamado nu-metal, o toda esa industria de postal montada en torno al prototipo del gothic metal, cuyas aportaciones a la música se limitan a recalcitrantes fraseos de organillo de manual o a sacar cada temporada un nuevo tipo de camiseta de licra.Hasta aquí la segunda parte de “BREVE HISTORIA DE LA MÚSICA METAL”. Se ruega nuevamente disculpen la omisión o falta de detalles sobre aspectos que pudiesen resultar relevantes para el lector, pero es que una “breve” historia del metal debe ser sucinta y no ha lugar para estudiar cada grupo o género de forma exhaustiva. En la siguiente y última entrega, “La era de los revivals”, nos centraremos en la actualidad a partir del año 2000, para dar punto final con algunas reflexiones a esta historia que no sé si cumplirá las expectativas de los lectores, pero con cuya redacción les aseguro que estoy disfrutando.

LOS MEJORES ARTICULOS DEL GRAN ESCRITOR


MARIO VARGAS LLOSA - LA BRUJA QUE PASA LLORANDO ENTRE los numerosos elogios y diatribas que ha merecido El bucle melancólico, de Jon Juaristi, nadie parece haber advertido que se trata de un libro de crítica literaria. Es un indicio de lo poco serio que es considerado en nuestros días este género, al que un sentimiento generalizado considera distanciado para siempre de los grandes problemas, los que sólo son encarados ahora por las llamadas ciencias sociales (la historia, la antropología, la sociología, etcétera).Es un sentimiento justificado, por desgracia. Con honrosas pero escasas excepciones, la crítica literaria ha dejado de ser el hervidero de ideas y el vector central de la vida cultural que fue hasta los años cincuenta y sesenta, cuando empezó a ensimismarse y frivolizarse. Desde entonces se ha ido bifurcando en dos ramas que, aunque formalmente distintas, exhiben una idéntica vacuidad: una, académica, pseudocientífica, pretenciosa y a menudo ilegible, de charlatanes tipo Derrida, Julia Kristeva o el difunto Paul de Man, y la otra, periodística, ligera y efímera, que, cuando no es una mera extensión publicitaria de las casas editoriales, suele servir a los críticos para quedar bien con los amigos o tomarse mezquinos desquites con sus enemigos. No es raro por eso que, con la excepción acaso de Alemania, no haya, hoy, en los países occidentales, sociedad alguna donde la crítica literaria influya de manera decisiva en el quehacer cultural y sea una referencia obligada en el debate intelectual.Por eso, cuando aparece un libro como El bucle melancólico-Historias de nacionalistas vascos, que se sitúa en la mejor tradición de la crítica literaria, aquella que trata de desentrañar en la obra de poetas y prosistas lo que, a partir del placer estético que depara, agrega o resta a la vida, a la comprensión de la existencia, del fenómeno histórico y de la problemática social, nadie lo reconoce como lo que es, y se lo toma por "un ensayo psico-social" (así lo califica uno de sus detractores). A mí, desde las primeras páginas, el libro de Jon Juaristi me ha recordado a Patriotic Gore, el ensayo que uno de los más admirables críticos modernos, Edmond Wilson, dedicó a la literatura surgida en torno a la guerra civil norteamericana, un libro que leí, entusiasmado, en la hospitalaria British Library del Museo Británico. Entusiasmado pese a que, aunque todas las páginas de ese voluminoso libro me estimulaban intelectualmente, estaba seguro de que, salvo los de Ambrose Pierce y unos poquísimos autores más, no hubiera resistido la lectura de la inmensa mayoría de textos analizados por Wilson. Algo semejante me ha ocurrido con El bucle melancólico. Con la excepción de los de Unamuno, tengo la impresión de que la mayor parte de los poemas, canciones, ficciones, artículos, historias, memorias, que Jon Juaristi escrudriña tienen escaso valor literario y no trascienden un horizonte localista. Sin embargo, la agudeza del crítico nos revela, como en Patriotic Gore, en la misma indigencia artística o la pobreza conceptual de aquellos textos, unos contenidos sentimentales, religiosos e ideológicos que resultan iluminadores sobre la razón de ser del nacionalismo en general y del terrorismo etarra en particular. Un crítico que sabe leer es capaz de sacar inmenso provecho de la mala literatura.Con ayuda de Freud, Jon Juaristi llama melancolía a la añoranza de algo que no existió, a un estado de ánimo de feroz nostalgia de algo ido, espléndido, que conjuga la felicidad con la justicia, la belleza con la verdad, la salud con la armonía: el paraíso perdido. Que éste nunca fuera una realidad concreta no es obstáculo para que los seres humanos, dotados de ese instrumento terrible, formidable, que es la imaginación, a fuerza de desear o necesitar que hubiese existido, terminen por fabricarlo. Para eso existe la ficción, una de cuyas manifestaciones más creativas ha sido hasta ahora la literatura: para poblar los vacíos de la vida con los fantasmas que la cobardía, la generosidad, el miedo o la imbecilidad de los hombres requieren para completar sus vidas. Esos fantasmas a los que la ficción inserta en la realidad pueden ser benignos, inocuos o malignos. Los nacionalismos pertenecen a esta última estirpe y a veces los más altos creadores contribuyen con su talento a este peligrosísimo embauque. Es el caso del gran poeta William Butler Yeats, que en su drama patriótico irlandés Cathleen ni Houliban (1902) inventó aquella imagen -de larga reverberación en las mitologías nacionalistas- de "la vieja que pasó llorando", personificación de la Patria, claro está, humillada y olvidada, esperando que sus hijos la rediman. Jon Juaristi consagra a esta imaginería patriotera uno de los más absorbentes capítulos de su libro.Con perspicacia y seguridad, Juaristi documenta el proceso de edificación de los mitos, rituales, liturgias, fantasías históricas, leyendas, delirios lingüísticos que sostienen al nacionalismo vasco, y su enquistamiento en una campana neumática solipsista, que le permite preservar aquella ficción intangible, inmunizada contra toda argumentación crítica o cotejo con la realidad. Las verdades que proclama una ideología nacionalista no son racionales: son dogmas, actos de fe. Por eso, como hacen las iglesias, los nacionalistas no dialogan: descalifican, excomulgan y condenan. Es natural que, a diferencia de lo que ocurre con la democracia, el socialismo, el comunismo, el liberalismo o el anarquismo, el nacionalismo no haya producido un solo pensador, o tratado o filosofía, de dimensión universal. Porque el nacionalismo tiene que ver mucho más con el instinto y la pasión que con la inteligencia y su fuerza no está en las ideas sino en las creencias y los mitos. Por eso, como prueba el libro de Jon Juaristi, el nacionalismo se halla más cerca de la literatura y de la religión que de la filosofía o la ciencia política, y para entenderlo pueden ser más útiles los poemas, ficciones y hasta las gramáticas, que los estudios históricos y sociológicos. El lo dice así: "Creo que hay que empezar a tomarse en serio tanto las historias de los nacionalistas, por muy estúpidas que se nos antojen, como sus exigencias de inteligibilidad autoexplicativa, porque tales son las formas en que el nacionalismo se perpetúa y crece".Que la ideología nacionalista está, en lo esencial, desasida de la realidad objetiva, no significa, claro está, que no sirvan para atizar la hoguera que ella enciende, los agravios, injusticias y frustraciones de que es víctima una sociedad. Sin embargo, leyendo El bucle melancólico se llega a la angustiosa conclusión de que, aun si el país vasco no hubiera sido objeto, en el pasado, sobre todo durante el régimen de Franco, de vejaciones y prohibiciones intolerables contra el eusquera y las tradiciones locales, la semilla nacionalista hubiera germinado también, porque la tierra en que ella cae y los abonos que la hacen crecer no son de este mundo concreto. Sólo existen, como los de las novelas y las leyendas, en la más recóndita subjetividad, y aparecen al conjuro de esa insatisfacción y rechazo de lo existente que Juaristi llama melancolía. Por su entraña constitutivamente irracional deriva con facilidad hacia la violencia más extrema y, como ha ocurrido con ETA en España, llega a cometer los crímenes más abominables en nombre de su ideal. Ahora bien, que haya partidos nacionalistas moderados, pacíficos, y militantes nacionalistas de impecable vocación democrática, que se empeñan en actuar dentro de la ley y el sentido común, no modifica en nada el hecho incontrovertible de que, si es coherente consigo mismo, todo nacionalismo, llevando hasta las últimas consecuencias los principios y fundamentos que constituyen su razón de ser, desemboca tarde o temprano en prácticas intolerantes y discriminatorias, y en un abierto o solapado racismo. No tiene escapatoria: como esa `nación' homogénea, cultural y étnica, y a veces religiosa, nunca ha existido -y si alguna vez existió ha desaparecido por completo en el curso de la historia-, está obligado a crearla, a imponerla en la realidad, y la única manera de conseguirlo es la fuerza.Se equivocan quienes suponen que este libro sólo tiene interés para quienes están interesados en el problema vasco. La verdad es que muchos de los mecanismos psicológicos y culturales que él describe como fuentes del nacionalismo, resultan esclarecedores para un fenómeno, que por debajo de las diferencias de tiempo y espacio, es -y me temo mucho lo será cada vez más en el siglo que viene- universal. A mí me ha impresionado descubrir en el libro de Juaristi muchas coincidencias con las conclusiones a que llegué, analizando el fenómeno del indigenismo andino a partir de la obra de José María Arguedas, en La utopía arcaica: la misma invención de un pasado impoluto, con la greda del arte y la literatura, que acaba por tomar cuerpo y operar sobre la realidad, imponiendo sus mitos y fantasías sobre las verdades históricas. Pocos libros como éste explican, con ejemplos vivos, cómo y por qué nacen, y a qué abismos conducen, los nacionalismos.Para escribirlo se necesitaba no sólo talento y rigor. También, mucha fuerza moral y coraje. De sus páginas, deduzco que Jon Juaristi vivió en carne propia, desde la cuna y en el medio familiar, primero, y luego como militante, la tragicomedia etarra. Y que, como muchos otros compañeros de generación, fue capaz de tomar luego distancia y emanciparse de aquella enajenación, que, ahora, pone al descubierto en este libro admirable.