27 abril 2014



Cuento erótico III

…Y reflexionó que estaba otra vez enredada en las palabras (Las palabras ocultas en la inteligencia), como en otra tela enmarañada, y que ésta era la más difícil de desenredar. La mujer la contempló un rato, deteniéndose, y dijo sí de la manera que Luna ya sabía, aunque quizás asentía a algo distinto, y continuaron caminando (Ciudades virtuales - Relaciones virtuales).
Se acercaban a un biombo que estaba en mitad de la carpa. El biombo crecía de manera sorprendente a medida que ellas se acercaban (Las diferentes percepciones), y cuando estuvieron enfrente era tan grande como la carpa, como el desierto, y llegaba hasta el cielo tal vez, pero no tanto, porque miró a la mujer y ésta dijo:
-Votre regard me trouble -y se tapó la cara con una parte de la túnica, descubriéndose de nuevo; Luna entonces quiso golpear su puño contra el biombo, tratando de romperlo (El deseo de la seducción) pero la dama, recuperada de su turbación, hizo ademán de abrir una ventana y, efectivamente, una ventana se abrió mientras decía:
-Yo soy aquí la que rasga los velos (La Mujer y el Nuevo Paradigma Femenino) -y del techo de adentro del biombo colgaban figuras que Luna pudo ver.
No colgaban del cielo sino de algunos metros hacia arriba, hasta donde los ojos le permitían distinguir, e iban descendiendo hacia el piso como visiones que se acumulaban y se tocaban, una sobre la otra y una al lado de otra.
En esta ocasión encontró hombres además de mujeres, pero hombres que estaban tan absortos, tan concentrados en lo que hacían, que parecía imposible que alguno saliera por un rato de su ensimismamiento y llegara a mirarla.
“No importa”, pensó Luna, “haré de espía o de voyeur“.
Estaban vestidos de una manera bastante anticuada, y sus parejas eran mujeres vestidas de ese mismo modo.
Cada pareja flotaba en un espacio único, particular y solitario, adentro del conjunto.

Aquí la voluptuosidad era mayor que en ninguna otra parte, porque estaba en las actitudes contenidas y en las conversaciones calmas que sostenían los amantes.
De igual modo, sus ojos se habían abierto para ver en detalle cada escena, que era un cuadro antiguo y recatado, y alcanzaba a vislumbrar el nacimiento de cada gesto. Sabía que, en tanta contención, algo decían demasiado carnal, algo que saturaba el lugar donde estaban las parejas con un líquido rojo, por momentos morado.
¡Aquel reborde rojo de las postales viejas!
En una esquina avistó a un caballero de etiqueta, con una espléndida pechera bordada y traje negro, que sostenía una botella de champán inclinándola hacia la copa de su compañera que lo miraba -y se miraban- con un sonreír lleno de esperanzas.
Estudió con cuidado la posición de la pareja y supo, como viendo al trasluz, que era la esperanza del placer lo que los inquietaba, aunque estaban inmóviles, y el champán continuaba cayendo sobre la copa sin rebasarla nunca, a pesar de que Luna podría jurar que se había detenido por siglos a mirarlos, y ellos no cambiaban de actitud, ni la joven tomaba de la copa.
-Cela commence par un verre de champagne et l’on est encore moqueuse -dijo la compañera de Luna, desde atrás.
Luna ya había comprendido gran parte de lo que estaba sucediendo, y aun de las palabras misteriosas que iba diciendo la mujer y que ella misma, a veces, había pronunciado, pero no lograba descifrar por qué su bella acompañante se expresaba de tanto en tanto en francés. “Lo estudié cuando era muy chica, apenas si lo entiendo”, pensó, y siguió examinando lo de adentro del biombo (Historia de Francia).
Otro caballero, muy similar al anterior, daba y casi no daba un beso en el cuello, sosteniéndola por la cintura, a una jovencita que aparecía de frente, que estaba más interesada en colocarse una camelia entre los pechos. Al lado de esta escena, tocándola con una nube, otra señorita se había sentado en un banco de piedra, en el aire, y en el banco había rosas de todos los colores, y atrás un árbol de cuya raíz nacían otras flores, y en lo lejano, en un volar, alguien se aproximaba con un ramo de lilas. La señorita tenía una trenza de oro, y a pesar de que miraba hacia delante, su sonrisa sabía quién se estaba acercando, y quien se acercaba sabía a su vez que ella lo sabía, y todo esto, que no terminaba nunca de pasar, el aproximarse que no se aproximaba, prometía gloriosos desenlaces.
Vio mucho más, cada imagen distinta pero en un modo de suceder muy parecido. Todo lo quieto era en realidad su propio deseo que seguía, y continuaba atenta a las parejas, como si, si sucediera que alguna de ellas realizara su unión, ella obtendría también ese goce.
Pero en un soplo vio a la mujer en el momento en que, levantando sus brazos, mostraba sus aureolas ardientes maquilladas y exponía su orden.
Luna advirtió que las figuras caían en torrentes, como una cascada, sobre el piso de la carpa -el que quedaba por detrás del biombo-, que se había convertido en pantano, y empezaban un lentísimo ahogarse, y miró asombrada a la mujer, que sonreía con su mayor misterio (Las imágenes de la Muerte):
-Amar es hacer pacto con el dolor -dijo, y la empujó un poco más hacia la ventana, para que viera bien. Ella observó que los rostros de las figuras eran los mismos, alegres como antes, pero vio en ellos un nuevo resplandor, algo que los sacaba de lo abstracto.
En cuanto consiguió experimentar lo mismo que cada una de las figuras, lo supo. El barro del pantano era el abrazo más sensual y, junto con la muerte, aquellos personajes recibían su primera caricia. Sintió el barro, el pantano, lo suave, entre las piernas, hasta que la mujer hizo otro gesto con su brazo, un gesto que retumbó en el desierto y lo apagó, y el pantano con las cabezas que se hundían se hizo un mar tormentoso, con pájaros que lo sobrevolaban que eran albatros y gaviotas y, en el horizonte, un velero que quzás era Luna.
-Acá o lejos de acá, en la tormenta, tendrás siempre mi alma -declaró la mujer y levantó su brazo en un movimiento tan preciso que con el mismo ademán ordenó la tormenta y transformó el mar nuevamente en el piso de la carpa, e hizo polvo el biombo y estrechó finalmente a Luna en un abrazo de verdad, en un abrazo en que Luna sentía su perfume en el vientre, por adentro, y empezaba a vibrar sin tocarse, sin que ella la tocara, sintiendo el piso tibio de la carpa, hasta que al fin llegó -y la otra orilla del placer era la calma más ingenua- y se quedó tendida con la cabeza de la mujer entre sus manos, hasta que notó que la cabeza desaparecía, que la mujer se deshacía completamente, y que sólo se quedaba con algo de sus cabellos entre los dedos.
Percibió lo caliente de las baldosas de su patio en la espalda, y se miró las manos y no tenían entrelazado ni un cabello, no había traído la rosa que probaba que había atravesado el paraíso, o el infierno. El calor se lanzó otra vez sobre ella en aquel patio hirviente.
Nada había cambiado, ni las estrellas ni las sombras ni la luz que venía de adentro de la casa, y parecía ser la misma hora de antes de abandonar el patio.
Entró y encontró sobre la mesa el álbum de las viejas postales, abierto en la última hoja que había estado mirando.
Su compañera del desierto amenazaba salirse de la estampa mientras decía:
-Toma mi pensamiento de este ramo -y extendía un manojo de alverjillas.
Luna terminó de hojear el álbum hasta el final; había algunas postales escritas en francés, y otra era simplemente un mar en calma que mandaba “recuerdos de tu amiga Gertrudis”.
Envío
Una flor amarilla para Gabo, que murió el jueves santo, el mismo día que Úrsula Iguarán.
Una respuesta para alguien: somos, en verdad, maniquíes, en cuerpo y alma.
Muchos abrazos

Mora

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