Otra de fantasmas
Extiendo sobre el mantel las cosas que fueron mías, un viento de objetos que me persigue como mi preciosa cabellera, mi calma (Inteligencia Emocional), mi corazón desde donde yo nacía (Los problemas al nacimiento), mi vientre joven, mis hijos niños, la cuchara de plata con que removía el té y los días hermosos.
Comprendo que son remos para conducir mi barca en otro tiempo. Que ahora, tal vez, no necesito remos, sino bastones.
Vuelvo, entonces, a recordar al fantasma que ha matado a tantos… (El Fantasma del Teatro Municipal, de Enrique Butti).
El fantasma
Jamás pensó que alguna vez se encontraría con él, con el monstruo que había cazado a cazadores de letras manuscritas (Monstruos y animales desconocidos. El universo onírico de la criptozoología).
Tampoco pensó que, de encontrarse, descubriría en él una forma tan blanda y feroz a la vez, y que su beso dejaría un sabor tan amargo (El libro de la fuente de vida, de Salomón Ibn Gabirol).
Era pálido, era el silencio y el vacío (Del elogio de la nada a la ontología del lenguaje). Era la nada más allá de cualquier definición: la nada que no se encuentra en ningún libro de filosofía.
Que se mira cara a cara, como luchando con ella en un ring hasta la muerte (¿Qué es la muerte?).
Era no poder salir de algún lugar, sólo que ella no sabía el lugar de donde debía salir, escapar; era la falta de libertad de nombrar la cárcel y el enemigo, cuando sus palabras se iban borrando poco a poco de los cuadernos que había escrito.
La nada: había que mencionarla otra vez para decir que estaba atrapada allí, en ese ataúd sin bordes.
Hacía años le habían hablado de este posible encuentro con el monstruo como una enfermedad, locura o sueño -o normalización y equilibrio, mirado desde burguesas caras-, pero no le había ocurrido nada hasta ahora.
Las formas y metáforas pasaban ya presas por su imaginación; tenían esposas, grilletes, arrastraban cadenas y no podían salir de allí y atravesar la puerta del papel.
-Piensa en cualquier historia, en algo mínimo, muy pequeño, que te haya ocurrido ahora o hace cien años -se decía a sí misma.
Y lo pensaba y cien historias le volaban alrededor como si ella fuera el reflejo de una lámpara y las historias fueran mariposas nocturnas, cuando en realidad sólo eran mariposas que se habían desangrado; sin sangre, sin tinta.
Y ella que había nacido ya escribiendo con tinta de sangre cada día, y que tenía la sangre llena de tinta feliz o venenosa, se resbalaba sobre el monstruo, el monstruo blando, blanco, que se había vuelto como una babosa que se escabullía por el escritorio. Pensaba en uno de sus viejos escritos:
En mi escritorio de madera oscura
reposan mis cristales de miope
junto a una tijera y un pequeño cofre
y un costurero de piel de víbora con hilos de colores
y un libro de reproducciones de Caravaggio en cuya tapa
un niño o una mujer se inclinan ante un hombre.
Faltan pequeños brotes amarillos
que no pude encontrar en los jardines
pero hay adentro de un antiguo cuaderno
viejas, muy viejas alas de mariposas.
Escribo a veces, otras veces leo
inclinando demasiado la cabeza
sobre el papel
y cuando la levanto
mis ojos están vacíos en el espejo que los mira.
Los paseo entonces indiferentemente sobre estos
prados artificiales
de lápices y portalápices y transparentes, etéreas escuadras,
y los busco otra vez:
he regresado.
—
Pero ya no podía regresar.
Pensó en pensar detalles, tonterías, como ¿en dónde están los verdes paraísos, esos que se llaman Infancia? Es decir, introducir detalles menores de su infancia, por ejemplo el pasillo de su casa de niña, el patio, la escalera y el balcón de piedra.
En el pasillo estaban los juegos con su hermano Luis, y el pasillo con cinco puertas que se cerraban y al cerrarse todo quedaba en absoluta oscuridad. Y como con su hermano, cuando tenían cuatro y cinco años, jugaban a ser fundadores de plazas, ya fuera en el patio, ya fuera en el balcón, y les ponían los nombres comunes de todas las plazas, como Plaza San Martín o Plaza Colón o Parque de la Virreina, a lo que quedaba entre las cinco puertas cerradas y donde no se veía lo llamaban Oscuridad. Oscuridad como Plaza o como Parque, y con el nombre de algún prócer.
Y allí mismo, en ese pasillo del pasado, ella y su hermano fundaron la Oscuridad Belgrano.
Esta nueva oscuridad no tenía nombre y encima, paradójicamente, era muy blanca.
Después de muchas horas, volvieron de a poco las palabras a permitirle ser escritas. Aunque, en realidad, lo que había escrito podía decirse que era otra página en blanco porque no decía más que eso, describía el espanto del monstruo que se llevaba todo, el espanto de no poder escribir.
Pero los signos estaban dibujados, otra vez la mano se había juntado con la lapicera y el papel con la tinta; nunca, definitivamente, le había importado otra cosa que el que la mano manche largamente con letras cuadernos y cuadernos.
Entonces el fantasma, el monstruo, se había alejado.
Se había ido a dormir con los verdaderos escritores, no con ella.
Ella no merecía la tortura del terror a la página en blanco, no era por cierto una Escritora sino una manchadora dibujadora de letras. Pero las circunstancias, o Dios mismo, le hicieron escuchar una vez ese silencio, percibir la tragedia de los que no escriben nunca más -como los músicos sordos, o los pintores ciegos.
Envío
Les mando El Invierno de Vivaldi para que escuchen y mis montañas que estarán pronto nevadas para que miren con amor.
Mora
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